4 DE OCTUBRE DE 2019 Viernes, 26a semana del tiempo ordinario

Memoria de san Francisco de Asís

 

Bar 1,15-22
Sal 79,1-5.8.9
Lc 10,13-16

Para una comprensión más profunda de la misión a la que están llamados todos los cristianos, es útil iniciar por las palabras de Jesús en Lc 10,13-16, para después acudir a la oración de Bar 1,15-22, destacando así la historia del Israel de Dios, formado por los que pertenecen al Israel histórico y por los que se pasan a formar parte del Israel de Dios a través de la fe en Cristo y el bautismo.

El discurso con el que Jesús acompaña el envío de la misión de los dis- cípulos se completa con una severa advertencia dirigida a los pueblos de Corazaín y Cafarnaún en Galilea (cf Lc 10,13-15). Las aldeas palestinas mencionadas habían visto los milagros con que Jesús había acompañado su proclamación del reino de Dios (cf Mt 11,21); en Cafarnaún se había mani- festado la primera rebeldía al anuncio de Jesús (cf Lc 4,23), pero aquí Jesús había demostrado el poder del «reino» de Dios (cf Lc 4,31-41) y allí se había visto la fe de un centurión del ejército romano, pagano pero simpatizante del judaísmo (cf Lc 7,1-10); de Betsaida provenía Felipe, uno de los Doce (cf Jn 1,44; 12,21). La severa advertencia de Jesús a las aldeas palestinas, que le habían recibido y donde también había encontrado sorprendentes respuestas de fe, nunca fue una condena definitiva e irreversible. Al final de su discurso a los discípulos enviados en misión, Jesús hace hincapié en la importancia de la misión misma de la evangelización: evangelizar y ser evan- gelizados comporta responsabilidades ineludibles delante del juicio divino, que no se anticipa en una condena prematura sin apelaciones, pero que se lo conoce como el punto de referencia suprema al final de los tiempos (cf Lc 10,14-15). Antes de eso, la puerta al arrepentimiento y a la conversión siempre ha estado abierta, incluso a través de los caminos misteriosos de la providencia y la misericordia divinas. Jesús se identifica con aquellos que ha enviado y habla explícitamente del riesgo, en estos casos, de rechazar a Dios, sea cual sea el motivo o la fe religiosa que pueda llevar a rechazar la evangelización llevada a cabo por los discípulos de Jesús (cf Lc 10,16).

El trauma del Israel bíblico después del exilio de Babilonia es un caso en el que meditar y del que partir para comprender la larga oración atribuida a Baruc (cf Bar 1,15; 3,8) en el libro que lleva su nombre.

La oración de Baruc (1,15-22) comienza señalando que todo lo que el profeta Jeremías había anunciado a los exiliados de la primera deportación de Babilonia (cf Jer 29,4-23) se había hecho realidad, y que era el tiempo de orar para que los gobernantes de Babilonia tuviesen larga vida, para que no fuesen sometidos a nuevas severas represalias (cf Bar 1,11-12), como el mismo Jeremías había recomendado en su tiempo (cf Jer 29,5-7). Ahora es fundamental la toma de conciencia de una historia de pecado que ha involucrado a todas las generaciones del Israel bíblico, desde la liberación de Egipto (cf Bar 1,15-22). La obstinación en no querer escuchar la voz del Señor precipitó al Israel bíblico hacia el desastre del exilio y el silencio de Dios o la incapacidad para escuchar su voz. En el centro de la recon- sideración no están la historia y las condiciones de Israel, sino el Señor. Y este es el verdadero arrepentimiento, el verdadero camino de conversión.

Lo que aconteció en la historia, que también puede ser debido a la so- berbia, a la crueldad y a la dureza de la política internacional, no ha visto el asombro del Señor, y debe ser entendido en verdad como una expresión de su «justicia» (Bar 1,15), entendida como la voluntad de devolver al Israel bíblico al centro de su vocación. El descubrimiento de esta justicia de Dios es un don del Señor mismo, y no puede ser confundida con la culpabilidad ni con la resignación, en la que caemos para encontrar una reconciliación con la vida; también está en las antípodas de la rebelión y de la deserción definitiva hacia el Señor. La oración comienza desde el presente más cercano para llegar a los orígenes del Israel bíblico (cf Bar 1,15-16): la catástrofe y el trauma del exilio afectan a toda su historia, sobre todo explicable a la luz del pecado contra el Señor y en contra de su palabra (cf Bar 1,17-18). «Pecar contra el Señor» es fracasar en la relación con Él: una tragedia estructural que se consume en lo concreto, de manera consciente, pero también sin preocupaciones, en la «desobediencia» cotidiana al Señor, en el «no escuchar su voz», que también se oye en sus «decretos». El Israel bíblico no puede inventar por sí mismo un camino con el que pretender tener una relación con Dios. Las palabras de Baruc dejan entrever que el desastre vivido en la historia del pecado y en el exilio comprometió, ante los ojos de los paganos, también la credibilidad de reyes, jefes y profetas (cf Bar 1,16). Esta historia del pecado y de castigo no es la última palabra: las catequesis de Moisés habían predicho que, al recibir el impulso de la conversión, el Israel bíblico sería recogido por el Señor (cf Dt 30,1-4).

La historia del Israel bíblico que vuelve a ser el Israel de Dios es también la historia de la Iglesia que, mediante la fe en Cristo, se convierte en parte del Israel de Dios. Así como la dura advertencia de Jesús a las ciudades de Galilea no es una sentencia final de abandono, así también el exilio del Israel bíblico no marca la conclusión de la historia. El camino de conversión, que debe caracterizarse por el reconocimiento de un pecado personal y estruc- tural, es siempre un regalo del Señor, pero corre el riesgo de disiparse en una apresurada autoafirmación, o en una recuperación predominantemente formal y fundamentalista de gestos y de ritos, de fórmulas y de frases hechas, que nunca tendrán la fuerza de una misión evangelizadora.