29 DE OCTUBRE DE 2019 Miércoles, 30a semana del tiempo ordinario

Fiesta

Rom 8,26-30

Sal 13,4-6

Lc 13,22-30

Es el Espíritu Santo quien aglutina en nosotros el grito de la creación y de toda la humanidad sedienta de salvación. Preocupados muchas veces por las cuestiones pasajeras, por los muchos asuntos de la vida, realmente no sabemos qué son las cosas esenciales que debemos pedir. Es, por lo tanto, el Espíritu el que alimenta en nosotros el deseo y la esperanza del verdadero bien que Dios ha preparado para nosotros. El cristiano abre su corazón al Espíritu, que transforma la sed de salvación de todo el univer- so, en una invocación y espera inminentes. El Padre no se impondrá a sí mismo como una solución necesaria, sino que colmará este poderoso deseo de nuestro corazón, como en un esperado encuentro de amor. Creados con tal anhelo, su satisfacción acontece por medio de la invocación y de la libre adhesión.

Nuestro pecado y nuestra muerte son llevados por el Espíritu Santo a la comunión divina del Padre y del Hijo. Dios, en su amor infinito y desbor- dante, quema dentro de sí toda forma de maldad, lo devuelve a su origen como criaturas del bien y de la verdad, abriendo la puerta de la salvación para todos. «Para los que están con Jesús, el mal es una provocación para amar cada vez más» (Papa Francisco, Mensaje para la Jornada mundial de las misiones 2018, Roma, 20 de mayo de 2018). La salvación, fruto de la victoria de Cristo en la cruz, gracias a la Pascua de resurrección, se convierte en el contenido, el motivo, la finalidad y el método de cada compromiso misionero de su Iglesia enviada al mundo.

Señor, ¿son pocos los que se salvan? (cf Lc 13,23). Esta es una pregunta muy controvertida en los tiempos de Jesús y, tal vez, también hoy. Y no- sotros, pequeños o grandes, ¿estaremos quizá entre los bienaventurados? El tema de la salvación es uno de los más queridos por Lucas y está en el primer plano en su Evangelio. De hecho, ya se distingue en los relatos de la infancia de Jesús: en el Magníficat, María se regocija en el Señor, su salvador (cf Lc 1,47); a los pastores, el ángel les anuncia: «Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2,11). Realmente es el «poder de la salvación» muy bien recibido por Zacarías, en su cántico, porque ha venido para salvar a su pueblo de los enemigos y para llevarlos la remisión de los pecados (cf Lc 1,67-79). Jesús mismo es la salvación que Lucas tiene el placer de anunciar en su Evangelio, la «luz de las naciones» (cf Lc 2,32), como le gusta definirlo, citando a Isaías (cf Is 42,6; 49,6). Este título corresponde perfectamente al nuevo amanecer de la humanidad, que comienza cuando aparece «el sol que nace de lo alto» (Lc 1,78).

La vida humana está expuesta a muchas amenazas: el tiempo, la enfer- medad, la discriminación, la opresión, el hambre y la muerte. ¿Jesús tenía el poder de salvar al hombre? Paradójicamente, Jerusalén cerró los ojos para no ver su luz y los signos de la salvación de Dios. Estos signos, de hecho, estaban presentes en la acción evangelizadora de Jesús, como Lucas señala usando el término «salvar» también en lo referente a la curación física, como en el caso de la mujer que sufre de hemorragia: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz» (Lc 8,48); del leproso: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado» (Lc 17,19); del ciego sanado en Jericó: «Recobra tu vista, tu fe te ha salvado» (Lc 18,42); de la resurrección de la hija de Jairo: «No temas, basta que creas y se salvará» (Lc 8,50).

Esta característica se encuentra en otros dos episodios: en el caso de la pecadora perdonada, a quien Jesús dice: «Tu fe te ha salvado, vete en paz» (Lc 7,50), y en la conversión del rico y corrupto Zaqueo: «Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también este es hijo de Abrahán» (Lc 19,9). Todos estos signos, sin embargo, requieren que el enfermo, el pecador y cada persona se abran por fe a la última dimensión de la salvación. Los cuidados revelan la salvación integral otorgada por Jesús y alcanzada en su Pascua. El evangelista, por lo tanto, habla de una salvación que requiere un cambio en el corazón; el arrepentimiento y la conversión son necesarios, acogiendo la buena nueva.

La respuesta de Jesús a la persona que lo cuestiona sobre el número limitado de personas que se salvan es extremadamente completa y reve- ladora, mientras abre una ventana en el horizonte de la historia humana. El Señor usa la metáfora de la puerta estrecha para indicar el desafío al que se enfrentan los que quieren entrar en la salvación prometida, y la parábola del banquete del Reino para designar los criterios que permiten a los invitados entrar en la casa de Dios.

A los que declaran: «Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas» (Lc 13,26), el propietario responde, dos veces, que no sabe de dónde vienen. Condena terrible e inesperada contra aquellos que practican la injusticia con la pretensión de ser de los suyos y por tanto tener derecho a la salvación. La urgencia de la conversión en el «hoy» de nuestra vida salta a la vista, de una manera extremadamente dramática. Muchos ricos han encontrado a Jesús, han escuchado su predicación, han hablado con él e incluso lo han invitado a cenar en su casa. Pero ¿cuántos de ellos han aceptado su llamada a la conversión y solidaridad con los pobres, como hizo Zaqueo?

La parábola advierte sobre el resultado final de la elección de vida de los ricos insensibles y corruptos. «Pero ¡ay de vosotros, los ricos!» (Lc 6,24), había advertido a Jesús. Alertados, por lo tanto, sobre el peligro de la riqueza, que es capaz de evitar la entrada en el Reino, los oyentes preguntan: «Entonces, ¿quién se puede salvar?» (Lc 18,26). El evangelista no deja lugar a la ambigüedad. Aquellos que imaginan que el mero conoci- miento del Jesús histórico y su doctrina, o la participación en sus comidas y las prácticas litúrgicas son una garantía de salvación, aunque vivan en el pecado del rechazo de Dios, de la corrupción, de la explotación o de cualquier tipo de injusticia, están muy engañados. No hay compatibilidad entre la falta de fe, la injusticia y la salvación. Todos están llamados, judíos y paganos, pero para todos existe la misma exigencia de atravesar la puerta estrecha. La violación de la justicia y de los derechos humanos, universalmente discriminatoria, puede bloquearnos la puerta del Reino. La puerta es estrecha, pero aún no ha sido cerrada. La puerta podrá ser también estrecha (cf Lc 13,24), pero siendo Cristo la puerta del Padre (cf Jn 10,7.9), siempre se hace más fuerte la esperanza de poder entrar y por tanto de salvarnos.

Lucas nos advierte que esto también se aplica a los cristianos. De hecho, el título de «Señor» dado a Jesús en la parábola es usado solo por aquellos que reconocen el valor pascual de este nombre. Por lo tanto, la advertencia de Jesús también se dirige a la comunidad eclesial, para que no cometa el error de apoyarse en la garantía de la elección, en lugar de seguir a Jesús en el camino de la fe, de la esperanza, del amor y de la justicia. La regla sigue siendo válida: incluso aquellos que están lejos de casa, los últimos, los marginados, los pecadores, los de diferente cultura y religión pueden convertirse, con la práctica del amor y de la justicia, en invitados de honor en la fiesta del Reino.