9 DE OCTUBRE DE 2019Miércoles, 27a semana del tiempo ordinario

Fiesta o memoria de san Dionisio, obispo, y compañeros, mártires o memoria de san Juan Leonardi, presbítero

Jon 4,1-11
Sal 86,3-6.9-10
Lc 11,1-4

El Padre Nuestro es más que una oración; es, como decía Tertuliano, «el compendio de todo el Evangelio», porque en él encontramos los principios fundamentales, así como las esperanzas más profundas y las exigencias más determinantes de los discípulos de Jesús.

El Evangelio de Lucas presenta, en primer lugar, el don de llamar Padre al Dios de Jesucristo. Considerar a Dios como a un Padre no es nada de extraño en el Antiguo Testamento (cf Dt 32,6; Mal 2,10; Jer 3,19; 31,9; Sal 103,13); pero dirigirse a él, como hace Jesús, con la particular ternura e intimidad de un niño que exclama: ¡Padre!, es insólito. El Señor, llama a Dios Abbá con razón, porque él es el Hijo del eterno Padre. Por la fe, Jesús concede a sus discípulos, mientras les enseña cómo orar, la capacidad de dirigirse a Dios como a un Padre eternamente misericordioso e infinitamente amoroso. Les concede entrar en su comunión filial. En el tercer Evangelio el Padre Nuestro es el punto de llegada de la pregunta que un doctor de la ley hace a Jesús sobre lo que se debe hacer para heredar la vida eterna (cf Lc 10,25ss): es determinante la disponibilidad de la escucha, así como el tratamiento misericordioso hacia todos, sin excepciones. La misión de Jesús en la fe y en la oración nos abre a la paternidad de Dios, fundamento de nuestra fraternidad de hijos.

Una de las más profundas esperanzas evidenciadas en el Padre Nuestro es la santificación del nombre de Dios. Es verdad que el nombre de Dios ya es santo de por sí (cf Lev 11,44; 19,2; Sal 33,21); sin embargo, el auspicio de la santificación del nombre de Dios determina el empeño de vivir como el pueblo de su pertenencia: «Guardad mis mandamientos poniéndolos por obra. [...] No profanéis mi santo nombre, para que yo sea santificado entre los hijos de Israel» (Lev 22,31-32). De acuerdo con la tradición del Antiguo Testamento en la que se basa el Padre Nuestro, el mejor modo para que el nombre de Dios sea santificado es precisamente que aquellos que dicen ser el pueblo de Dios vivan según su voluntad.

El segundo elemento de esperanza que contiene el Padre Nuestro es la venida del Reino. Jesús tiene la convicción de que el Reino de su Padre está presente y operante en la historia; anuncia que Dios entra en la historia del hombre para comenzar un tiempo nuevo, en el que nadie se sentirá solo, en el que se podrá construir un mundo más justo, una sociedad pacífica y fraterna donde sea respetada la dignidad de cada persona. Cuando decimos «venga tu Reino», expresamos la esperanza de que la voluntad de Dios se realice entre nosotros, como gracia, y al mismo tiempo como tarea permanente de la libertad y de la responsabilidad humanas.

La primera necesidad implorada, presentada en el Padre Nuestro en la versión de Lucas, se expresa con estas palabras: «Danos cada día nuestro pan cotidiano» (Lc 11,3). La petición puede tener dos connotaciones. Por una parte, frente al peligro de perder asombro y gratitud, el Padre Nuestro nos recuerda la necesidad de pedir a Dios el alimento de cada día. Por otra parte, no se implora el «mío», sino «nuestro» pan, probablemente para subrayar la necesidad de compartirlo caritativamente con los demás: la verdadera vida es fruto de la comunión y del compartir.

La segunda petición es el perdón. Lucas presupone que para pedir per- dón es necesario reconocer honestamente que todos, sin excepciones, nos equivocamos y necesitamos de la divina misericordia (cf Lc 5,8; 6,39-42). Partiendo de este presupuesto, el tercer evangelista introduce la convicción de que la eficacia del perdón de Dios nos conduce a perdonar a los demás (cf Mt 6,14-15). El perdón de Dios siempre se nos da, se nos ofrece gratuitamente. Su eficacia en cada uno de nosotros depende de nuestra disponibilidad a dejarlo actuar en nuestra vida, en nuestras relaciones y en nuestros afectos.

Finalmente, el Padre Nuestro introduce la petición: «y no nos dejes caer en tentación» (Lc 11,4; cf Jn 17,15). Primero ha sido reconocida la culpa; ahora nuestro Padre nos ayuda a crecer en el reconocimiento de nuestra fragilidad, de nuestra debilidad. No pedimos a Dios que nos aparte de las tentaciones, sino que nos ayude a superarlas.

La oración es siempre la experiencia de una relación con Dios, del en- cuentro con Jesucristo en el Espíritu Santo. El Padre Nuestro, como compendio del Evangelio, nos ofrece los criterios fundamentales para este en- cuentro y la misión que fluye de ella. La gracia de dirigirnos a Dios como Padre nos predispone para vivir como hermanos. El empeño de santificar el nombre de Dios nos compromete, con su gracia, en la construcción de su Reino. La bendición del perdón que nos ofrece el Dios de Jesucristo nos hace conocedores de la gran necesidad de suscitar y acompañar auténticos procesos de reconciliación, que lleven no solo a la experiencia del perdón, sino también, gradualmente, a la erradicación de los pecados.

La paternidad de Dios, plenamente revelada en Jesucristo (cf Jn 12,45; 14,9), hace de la comunidad de los discípulos misioneros una verdadera familia, a cuya mesa de la palabra y de la Eucaristía todos son invitados y atraídos. En este movimiento de ida y de vuelta al Padre, Jesús introduce nuestra misión en su misión, la misión de su Iglesia para la salvación del mundo (cf Jn 8). Si Dios es el origen de toda paternidad (cf Ef 3,14-21), en la Iglesia de su Hijo el Espíritu del resucitado regenera a todos como hijos e hijas del mismo Padre gracias al bautismo. El reino de Dios, cumplido por Jesús en su Pascua, encuentra en su Iglesia, todavía peregrina, su inicio y germen aquí en la tierra, en calidad de sacramento universal de salvación ofrecido por Dios Padre a todos.