2 DE OCTUBRE DE 2019 Miércoles, 26a semana del tiempo ordinario

Memoria de los santos Ángeles Custodios

 

Neh 2,1-8
Sal 137,1-6
Mt 18,1-5.10

 

Las dos lecturas de la liturgia de hoy, de Neh 2,1-8 y de Mt 18,1-5.10, se pueden entender como textos emblemáticos de la Escritura para trazar una espiritualidad misionera también para nuestro tiempo.

Nehemías, que pertenecía a la corte del Imperio persa, donde desem- peñaba el cargo de copero del rey (cf Neh 1,11b), lleva consigo un vivo y sufrido recuerdo de la Jerusalén destruida (cf Neh 1,5-11); no es un patriotismo nostálgico, sino un aspecto fundamental de la oración bíblica de la época del exilio y del post-exilio babilónicos (cf Sal 137,5-6). Es un rasgo acorde con el mensaje sobre el nuevo éxodo de la deportación babilónica para regresar a la «tierra de los padres» (cf Is 40,9-11). Es un plan que el Señor mismo traza para    su pueblo, utilizando también la autoridad de un pagano, Ciro, rey de Persia, uno de los poderosos de la tierra en ese momento (cf Esd 1,1-4). Nehemías entiende que, por su posición en la corte del Imperio persa alrededor de diciembre del año 446 a.C., durante el reinado de Artajerjes I, casi un siglo después del edicto de Ciro, su vocación o misión debe ser reconstruir Jerusalén, en el sentido más amplio de la expresión: para hacer frente a los problemas concretos de los judíos que tienen que reconstruir la comunidad cultual y administrativa en la provincia de Judea con su epicentro en Jerusalén.

Nehemías, aunque pertenece a la corte imperial, sabe que no puede compartir con ella su identidad judía más auténtica, porque su dolor por la Jerusalén destruida y abandonada podría ser entendida por el rey persa como el principio de un movimiento subversivo, obra de un exponente de una minoría étnico-religiosa dentro del imperio. La pregunta del rey a Nehemías se vuelve directa: «¿Qué quieres?» (Neh 2,4), como si quisiera ahondar en la justificación de su actitud, debida a su sufrimiento interno. El judío en la corte persa corre el riesgo de decir una palabra de más, equivocada: «Yo, encomendándome al Dios del cielo...» (Neh 2,4). En el libro de Proverbios, de hecho, se dice: «El hombre tiene proyectos, el Señor proporciona la respuesta» (Prov 16,1). A la luz de esta fe, el judío puede pedir ser enviado a Judea para reconstruir Jerusalén (cf Neh 2,5).

De hecho, ahora todo se mueve rápidamente en el sentido diseñado por el Señor. El rey solo pregunta sobre el tiempo necesario para la misión en Judea, pero ahora su consentimiento es claro (cf Neh 2,6). Nehemías continúa con su prudente política, necesaria para llevar a cabo la misión, pero ahora es el Señor quien actúa (cf Neh 2,8).

El «misionero» actuó con prudencia en el mundo hostil dentro del cual tuvo que actuar; sin embargo, la prudencia y la sabiduría no habrían sido suficientes sin la «mano benéfica» del Señor. El «misionero» ahora tendrá que aprender a conocer el mundo palestino en el que tendrá que moverse para cumplir la misión a la que el Señor lo llama.

El episodio evangélico, con las palabras de Jesús con respecto a la conversión para llegar a ser como niños, ilumina la profundidad del trabajo de conversión necesario dentro de la misma Iglesia, para llevar a cabo la misión a la que estamos llamados. La misión puede contaminarse desde la comunidad de los discípulos de Jesús a partir de las tentaciones del orgullo, de ser los mejores y del poder, aunque sea envuelta en un lenguaje religioso (cf Mt 18,1). En el tramo final del mismo Evangelio, que delinea de forma emblemática las contraindicaciones para poder seguir a Jesús que sube a Jerusalén, la última tentación, la más difícil de mantener bajo control, después del ejercicio desordenado de la sexua- lidad (cf Mt 19,1-12) y el apego al dinero (cf Mt 19,16-26), es la del poder, que parece ser irreductible incluso entre los discípulos de Jesús (cf Mt 20,20-28).

Para evitar el fracaso de cualquier misión, Jesús contrapone un gesto significativo y un compromiso vital: hacerse pequeños como los niños (cf Mt 18,2-4). Cualquiera que se sienta llamado a una misión tanto dentro de la Iglesia como fuera de sus fronteras necesita una conversión muy exigente: llegar a ser como un niño. Todos hemos sido niños y nunca más volveremos a serlo en un sentido puramente humano. Nehemías debe tener una conciencia específica y precisa tanto del mundo en el que se mueve y del cual forma parte, como del mundo hacia el cual siente que debe dirigirse. Así, el discípulo de Jesús que percibe que está llamado a una misión debe tener fe en Dios, confiar y rendirse únicamente a Él. El discípulo misionero debe tener la misma inmensa confianza que los Hijos tienen en sus padres, seguros de su amor y de su protección, y por lo tanto confiados en el presente, que para ellos ya es el comienzo del futuro.

Es la misma experiencia que Jesús tiene como Hijo del Padre: plena- mente consciente de la realidad, totalmente seguro y dispuesto a rendirse a Él. Solo de esta manera, en la conformación total con Jesús mismo, el discípulo puede avanzar hacia la misión a la que ha sido llamado. El cristiano que realmente se ha hecho niño, en el sentido entendido por Jesús, aprende con su vida que la fecundidad de su misión está en manos de Aquel que ha resucitado a Cristo de la muerte y que lo envía. Ay de la comunidad cristiana que considere esta fe como algo insignificante, des- preciándola o convirtiéndola en un objeto de compasión: «Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en los cielos el rostro de mi Padre celestial» (Mt 18,10).

Volverse como un niño le da al discípulo misionero la forma de su relación con Jesús, su Maestro y Señor. En él descubre su vocación filial como Hijo del Padre, y su libre obediencia, fruto de una pertenencia en la fe y la misión. Hijo en el Hijo, cada discípulo es misionero porque es enviado a anunciar, apoyado y custodiado por los ángeles, mensajeros divinos que lo mantienen abierto a la contemplación, el fundamento de su misión y a los desafíos del mundo, que representan el momento de su conversión y de su testimonio. Al igual que el ángel custodio que se nos confía a cada uno de nosotros, el discípulo niño no deja de contemplar en Jesús el rostro del Padre para descubrir siempre y en todos el rostro de su hermano, de su hermana, a quienes debe amar y salvar.

page93image5783600