15 DE OCTUBRE DE 2019 Martes, 28a semana del tiempo ordinario

Fiesta de santa Teresa de Jesús, virgen y doctora de la Iglesia

 

Rom 1,16-25
Sal 19,2-5
Lc 11,37-41

En la primera lectura, la pérdida por la que el hombre se ha condenado contra la voluntad de Dios es releída por san Pablo a través de una espe- cie de historia de pecado que él da a los creyentes de Roma. Creado por Dios para la verdad y la justicia, el ser humano ha vuelto a la impiedad y la injusticia. Al contemplar el mundo y tener la capacidad de captar, a partir de las obras presentes en la creación, las perfecciones invisibles del Creador, el hombre se ha perdido en sus razonamientos y ha terminado en los callejones sin salida de la impureza, sometiendo al cuerpo a todo tipo de placeres para convertirlo en un objeto, y en idolatría, adorando y sirviendo a las criaturas en lugar del Creador. Parece que esta pérdida ha sido permitida por Dios para que el hombre aprenda a no confiar más en sí mismo, sino en Aquel que solo hace lo correcto.

Pablo relee esta historia de pecado para poner de relieve que, si bien el hombre merecería la ira de Dios solo por aquella estupidez que le ha hecho soberbio, Dios ha querido amarlo y por tanto justificarlo, salvarlo. El justo vivirá por su fe: la criatura humana no tiene pruebas que superar delante de Dios, sino un amor inmerecido para acogerlo, un amor que realiza una transformación extraordinaria que hace del pecador un justo, del perverso un redimido. Este Evangelio, escuchado y acogido, es una verdadera y auténtica dynamis, una fuerza que dilata el corazón, que lo abre a la fe y comunica la salvación. Se propaga de modo irresistible. Es tan contagioso que llega hasta los confines del mundo, como una especie de testimonio que el cielo consigna a la tierra y a todo el cosmos para alcanzar todo el espacio y todo el tiempo, como recuerda el Salmo responsorial. También los cielos, llenos de esta redención, cantan la gloria de Dios.

El fragmento evangélico tomado del Evangelio de Lucas nos hace con- templar, todavía, un obstáculo a la difusión de la Palabra viva y enérgica del maestro: se trata de la dependencia exagerada de las tradiciones por parte de los fariseos, una actitud que les impide captar el alcance salvífico universal de la presencia y de las acciones de Jesús.

Mientras Jesús enseña a la muchedumbre, un fariseo lo invita a comer. Ser admitidos a la misma mesa es un gesto que manifiesta acogida, pero también estima y aprobación. Entre dos comensales no pueden contemplarse barreras, sino solamente familiaridad e intimidad. Jesús acepta la invitación del fariseo, como también acepta la de los publicanos, y se sienta con ellos en la misma mesa, escandalizando sin embargo a quien lo ha invitado porque no sigue la praxis de las abluciones que los fariseos tenían costumbre de hacer antes de comer. La relación de Jesús con los fariseos, en realidad, siempre resulta muy difícil: en Lc 7,36-50 un fariseo se escandaliza porque Jesús se deja tocar por una mujer pecadora, que estaba llena de amor por él. En Lc 14,1-6 él desaprueba la observancia formal de los fariseos que, con tal de respetar la ley, son capaces de ir incluso contra el amor, que es la síntesis y el compendio de la ley (cf Mt 22,37). En Lc 20,45-47 Jesús advierte sobre la hipocresía de los fariseos que ostentan su justicia recurriendo a gestos exteriores estériles y sin significado.

Las tradiciones, los usos y costumbres, cuando son impuestos y obser- vados de forma inflexible, alejan de su finalidad secundaria e instrumental de educar al bien y al amor el corazón débil e influenciable del hombre. Se convierten, por el contrario, en verdaderas y auténticas barreras de separación y contraposición. Solo la recuperación de la conversión al diálogo amoroso con Cristo, que no teme la superación de barreras, preceptos estériles y tradiciones vacías, puede generar vida y nuevas relaciones de comunión; internamente también la ley y los preceptos pueden ayudar a vivir bien y ordenadamente la novedad de la salvación. Desde la exterioridad de la preservación se pasa a la interioridad del corazón enamorado de Dios, unido a Cristo, que no tiene miedo de arriesgarlo todo, hasta la propia vida, para permanecer siempre en comunión con él, para invitar a todos a este banquete de vida y de alegría.