20 DE OCTUBRE DE 2019 Domingo, 29a semana del tiempo ordinario

Ciclo C

Jornada Mundial de las Misiones

 

Éx 17,8-13
Sal 121,1-8 2
Tim 3,14-4,2 Lc 18,1-8

Mensaje del Santo Padre Francisco para la Jornada Mundial
de las Misiones 2019
Bautizados y enviados: La Iglesia de Cristo en misión en el mundo

 

 

La primera lectura, que narra la batalla entre Amalec e Israel, coincidiendo precisamente con el domingo dedicado por la Iglesia a su misión evangelizadora en el mundo, puede causar un cierto embarazo a quien quiera hablar de la importancia de tal empeño cristiano. El texto puede ser interpretado erróneamente como un estímulo a la guerra santa o a un proselitismo fanático, sino que, por el contrario, la misión se centra en el anuncio de la Pascua de Jesús y en la reconciliación divina. Tiene como finalidad testimoniar a Jesucristo, comunicar su Evangelio, fundar su Igle- sia, en un clima de sincera fraternidad, de auténtica y respetuosa libertad religiosa en la búsqueda común de una mayor comunión y justicia en el mundo. Sin olvidar que el Evangelio, de acuerdo con el ejemplo de Jesús, también nos enseña el amor hacia los enemigos y la oración por los que nos persiguen. El cristiano bautizado y enviado no posee un producto para vender y para imponer al mundo. Como Iglesia de Cristo en misión, el cristiano recibe la vida divina para anunciar, testimoniar y comunicar, por su salvación y por la salvación de todos.

El texto bíblico de Éxodo 17,8-13 contiene la memoria de un episodio en el que Israel, pueblo expatriado en búsqueda de una tierra donde establecerse, se ve amenazado de exterminio y lucha por su propia super- vivencia. Convencido de conseguir la victoria –así como la liberación de Egipto– gracias solo a la ayuda de Dios, el pueblo de Israel conserva el recuerdo de esta batalla, y de las otras que seguirán, como testimonio de su fe en el verdadero Dios, Señor del cielo y de la tierra, Dios de los ejércitos, que socorre a los débiles y libera a los opresores. Es esta la alabanza que el salmista, con confianza y agradecimiento, eleva al Señor, el guardián de Israel: «Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Sal 121,1-2). Los elementos de agresividad, odio y venganza que históricamente acom- pañaban este modo veterotestamentario de interpretar la fe fueron gradual- mente purificados a lo largo de los siglos por personas santas, como los profetas y los sabios, y sucesivamente, y de una manera definitiva, por el Señor Jesús, el príncipe de la paz y de la justicia, anunciado en sus oráculos y esperado por los siglos. Todo lo que venía significado con la fuerza y la violencia por el exterminio de los ídolos y de los paganos, en Jesús se con- vierte en pasión ardiente y amor incandescente para la salvación de todos.

La cruz de Jesús es el lugar donde el mal es derrotado por el amor de Aquel que muere por nosotros, que muere en nuestro lugar haciendo suya la experiencia de nuestra muerte. Él también muere por la salvación de sus perseguidores y enemigos. Cada alteración es derrotada por el Dios de Jesucristo, en quien el odio y la muerte causan y provocan, en la comunión trinitaria, un amor cada día más grande y una misericordia cada día más eficaz. Dios ha destruido nuestro pecado, la injusticia y la muerte haciéndoles suyos, y los ha derrotado a través de su inmenso amor. «En su [de Cristo] muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es el amor en su forma más radical. En el Misterio pascual se ha realizado ver- daderamente nuestra liberación del mal y de la muerte» (Benedicto XVI,Sacramentum caritatis, 9). El Nuevo Testamento y la unidad de las Sagradas Escrituras nos introducen y nos educan en este modo de actuar salvífico de Dios dentro del mundo.

En esta prospectiva, la segunda lectura nos muestra cómo Pablo enseña a Timoteo la importancia de las Escrituras: «Desde niño conoces las Sagra- das Letras: ellas pueden darte la sabiduría que conduce a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús» (2Tim 3,15). Timoteo, de hecho, las ha estudiado desde pequeño, como todo muchacho hebreo; desde entonces, también los niños cristianos tratan de conocerlas, con la ayuda de los pa- dres y de la comunidad. Timoteo es un joven que, junto con su familia, ha abrazado la fe durante el primer viaje misionero del apóstol Pablo y que, a continuación, pasó a ser miembro de su grupo misionero. Hijo de madre hebrea y de padre griego, Timoteo recibió desde la infancia una profunda y firme educación religiosa de su abuela Loida y de su madre Eunice, que lo introdujeron en el conocimiento de las Sagradas Escrituras. Este requisito se basa en el hecho de que las Escrituras están inspiradas por Dios y, si se explican bien –en lugar de manipular y distorsionar, como dice la segunda carta de Pedro (cf 2Pe 1,19-21)–, nos animan a practicar las buenas obras y nos edifican en la justicia y en la santidad. El auténtico celo misionero no es el proselitismo violento, sino el deseo de un cora- zón fraterno lleno de Cristo y motivado por el Espíritu Santo a cooperar para la salvación y la felicidad de todas las personas, de todos los grupos étnicos, compartiendo valores éticos y culturales, esperanzas y alegrías, en busca de una vida plena y de una paz verdadera, que es Jesucristo muerto y resucitado. Por eso Pablo exhorta enérgicamente a Timoteo para que, anticipándose a la parusía del Señor, se dedique en cuerpo y alma a la enseñanza de la Palabra. El apóstol a menudo menciona en sus cartas el servicio prestado por Ti- moteo a la obra de evangelización: siempre disponible y atento, acompaña a las comunidades eclesiales con generosidad y afecto. Pablo les recuerda a los Filipenses su testimonio y su fidelidad: «Con la ayuda del Señor Jesús, espero mandaros pronto a Timoteo. [...] Conocéis su probada virtud, pues se puso conmigo al servicio del Evangelio como un hijo con su padre».

(Flp 2,19.22). Escribiendo a los Tesalonicenses, él resalta su coraje y su carisma misionero: «Y enviamos a Timoteo, hermano nuestro y colabo- rador de Dios en el Evangelio de Cristo, para afianzaros y alertaros en vuestra fe, de modo que ninguno titubease en las dificultades presentes» (1Tes 3,2-3). Timoteo, por lo tanto, viaja con prontitud y diligencia para ponerse al servicio de las Iglesias recién fundadas, cada vez que necesi- tan aclaración de sus dudas o apoyo en sus luchas. El apóstol menciona frecuentemente en sus cartas los servicios prestados por Timoteo a las tareas de la evangelización: siempre disponible y atento, acompaña con generosidad y cariño a las comunidades eclesiales. La Palabra de Dios es su fuerza y su compañía.

El canto al Evangelio nos ofrece, con su impresionante lirismo, con su lenguaje sofisticado, un himno sublime dedicado a la Palabra de Dios, descrita como «viva y eficaz», ya que penetra en nuestra conciencia exac- tamente como una espada de doble filo. El Dios justo –como dice el salmista– sondea los corazones y las mentes y ve todos nuestros caminos. También en la carta a los Efesios nos encontramos con la metáfora de la espada: atribuida al Espíritu, representa el poder intenso y penetrante de la Palabra de Dios (cf Ef 6,17). Un cruel instrumento de guerra se pliega, por tanto, para simbolizar otra lucha: ese conflicto espiritual que produce arrepentimiento y conversión, alegría y nueva vida, bondad y fidelidad. Estos son los frutos de la Palabra divina, espiritual, viviente y personal; los frutos de la sabiduría que lo ve todo y que lo sabe todo, que todo lo impregna y todo lo juzga, que está presente en la parte más profunda de la conciencia y brilla de tal manera que nadie puede esconderse de su luz. El Evangelio de Jesús, sabiduría divina, es Espíritu y vida, hace levantar a los caídos, restaura la dignidad de los excluidos, da alegría a los afligidos, renueva a toda criatura, transforma, santifica y da vida eterna. Cuando la Palabra ilumina, sin embargo, al mismo tiempo juzga, porque despoja al alma de sus máscaras, revelando la verdad que se expone en la conciencia. En el corazón donde se derramó el Espíritu del resucitado, el juicio de la Palabra penetrante es siempre para el perdón y para la purificación.

La parábola de Jesús en el Evangelio de este domingo retrata a una mujer a quien un juez corrupto le ha negado el derecho a expresarse, una expe- riencia que incluso hoy en día sufren muchas personas en todo el mundo. La parábola está ambientada «en una ciudad» (Lc 18,2), una ciudad sin nombre, ya que lo que se cuenta parece tener lugar en todas partes: para los enemigos, la ley debe aplicarse; para los propios amigos solamente debe ser interpretada.

La viuda de la parábola no es amiga del juez, por eso no recibe audiencia. Esta viuda perdió la ayuda de su esposo y, en el mundo palestino del pri- mer siglo, no pudo heredar su propiedad. Las viudas eran económicamen- te vulnerables y podían ser explotadas, como Jesús recuerda agudamente cuando acusa a los líderes religiosos de devorar las casas de las viudas (cf Lc 20,46-47). Al no poder pagar un abogado, la viuda se presenta sola para representar su causa contra su oponente. Jesús expone el razonamiento interno del juez, profundamente corrupto, completamente desinteresado en la denuncia de la viuda y totalmente indiferente hacia su persona: no teme a Dios y no le importa el bien de los hombres. La viuda está decidida a no permanecer invisible e inaudible, ni siquiera ante un juez deshonesto, hasta que el caso se resuelva definitivamente en su favor.

La parábola, de hecho, le sirve a Jesús para ejemplificar la necesidad de la oración, su urgencia y continuidad. Si la oración constituye el corazón de la misión de la Iglesia es porque dentro de esta relación personal y eclesial con Dios (liturgia) la persona y las comunidades se renuevan de acuerdo con los criterios de la salvación ofrecidos y operados por Jesús. Su pregunta sobre la fe en el momento de su regreso parece indicar una cierta preocu- pación del maestro sobre la efectividad de la misión y la autenticidad del testimonio de los discípulos misioneros. Estos, asociados al misterio pascual, gracias al bautismo, se encuentran ya enviados al mundo como Iglesia de Cristo, es decir, como la comunidad de los redimidos, colocada como una semilla y comienzo del Reino para que toda la historia y la humanidad sea transfigurada y redimida. La eficacia de la oración continua, de la súplica constante, de la búsqueda insistente del amor por la verdad y la justicia, forja al discípulo en la misión. Solo aquellos que rezan insistentemente ponen a Cristo en el centro de sus vidas y de la misión que se les confía, creciendo en la fe. Solo aquellos que oran insistentemente se vuelven atentos y son capaces de escuchar, comprender y descubrir las necesidades y las peticiones de redención material y espiritual tan presentes en el corazón de la humanidad de hoy.