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Seúl 21-01-2019

Entré en el seminario de Viterbo, con el deseo de seguir a Jesús, pero cuanto más avanzaba con los estudios teológicos más me daba cuenta que mi camino era otro: anunciar el amor del Señor a los pobres en países donde no se le conocía. Cuando descubrí a los Oblatos de maría Inmaculada y su carisma, “Anunciar el Evangelio a los pobres”, decidí entrar en esta congregación y dedicar toda mi vida a los pobres.

Así fue cómo en 1990 acabé en Corea. Llegué a este país con el padre Mauro Concardi y, buscando un posible modo de encarnación de nuestro carisma, acudimos al obispo local para ponernos a su disposición en la evangelización de los últimos. El obispo, después de darnos una cordial bienvenida y mostrarnos toda la magnificencia de la Iglesia coreana, nos dijo con franqueza: “Pero aquí no hay gente pobre. La nuestra es una nación rica y próspera y la Iglesia tiene abundancia de clero local”. Ante estas palabras decir que nos quedamos atónitos y sorprendidos es decir poco. Entonces, ¿qué hacer? ¿Regresar a Italia? ¿O buscar dimensiones nuevas? Con tenacidad y perspicacia nos pusimos en camino y escuchamos a quienes nos podían ayudar. Fuimos a visitar a los ancianos misioneros que habían pasado toda su vida en Corea: de Maryknoll, de San Columbano, de las Misiones Extranjeras de París, Marianistas… y todos confirmaron que había grandes bolsas de pobreza. Con la ayuda de un sacerdote coreano, el padre Pedro Bae, descubrí que había una ciudad con grandes desafíos de marginación. Así llegué en 1992 a Seong Nam City, una metrópolis de un millón de habitantes a las afueras de la capital, Seúl. Con la ayuda de una hermana coreana, sor Mariengel, comencé a visitar a las familias pobres en uno de los barrios bajos de la ciudad. Recuerdo que en una de estas visitas entré en un sótano donde vivía un anciano solo y además paralítico. El hedor de aquella pequeña habitación medio a oscuras era repugnante. Aquel pobre discapacitado me contó su historia: “Cuando era joven, un accidente en el trabajo lo dejó sin miembros inferiores”. Al no tener medios económicos, comenzó su calvario. Al principio, la gente del vecindario hacía todo lo posible por ayudarlo. Luego, conforme pasaban los años, los vecinos comenzaron a olvidarse de él. Comía cuando alguien se acordaba de traerle algo. Pasaba todos los días solo y todas sus necesidades fisiológicas las hacía en aquel tugurio. En aquella habitación oscura, sucia, maloliente y llena de trastos inútiles lo escuché durante dos horas. Intenté poner algo de orden y le preparé un poco de comida. Antes de irme, me acerqué a abrazarlo, en ese momento un fuerte olor a orina y suciedad me dio ganas de vomitar. En ese instante profundo e interminable, escuché una voz que me decía: “No tengas miedo, soy Yo”. A partir de ese momento, confirmado por aquella gran inspiración, comencé mi aventura junto a los pobres y los últimos de la sociedad.

En 1993, con la ayuda de la parroquia cercana comenzamos un comedor diurno para ancianos pobres y solos: la “Casa de la paz”. Al principio ofrecíamos sólo comidas calientes, unas 200, pero dialogando y escuchando a estos pobres viejecitos nos dimos cuenta que había muchos que no sabían ni leer ni escribir (¡las estadísticas oficiales decían que no había analfabetos en Corea!). Después comenzamos también algunos ciclos de conferencias y un curso de danza terapéutica.

Por la tarde, mientras seguía visitando a las familias de un barrio pobre, me di cuenta de que muchos jóvenes de aquel vecindario, aunque querían estudiar no tenían posibilidades por razones económicas. Así, en 1994, con la ayuda de unos 40 estudiantes universitarios voluntarios, comenzamos un programa, para después de la escuela, llamado “Compartir”, para todos aquellos niños pobres que vivían en el barrio. No solo estudio, sino también deporte, música, cine y mucho más (era prácticamente un pequeño oratorio) para ayudar a aquellos jóvenes en su camino de crecimiento humano y académico. Cerca de 70 niños y niñas participaron en este proyecto. En 1998, una crisis económica muy grave golpeó el Lejano Oriente. En Corea, de un día para otro, miles y miles de personas se quedaron sin trabajo y sin un salario para mantener a sus familias.

Vista este nuevo y más urgente llamamiento que interpelaba nuestras conciencias, con la ayuda de algunos laicos, generosos y buenos, comenzamos la “Casa de Ana”. La iniciamos como un comedor nocturno en un almacén pequeño, viejo, abandonado y en mal estado que la parroquia cercana había puesto a nuestra disposición amablemente. Ofrecíamos solo 80 comidas tres veces a la semana. Escuchando sus necesidades lo aumentamos a 4, luego a 5 y, finalmente, a 6 cenas. Mientras tanto, un médico con su equipo se había puesto a disposición para llevar adelante una clínica gratuita; luego llegó un abogado, y después otro más. Ahora, la “Casa de Ana” ofrece 550 comidas diarias, servicio de ducha, corte de pelo y distribución de ropa. Respondiendo así a las necesidades básicas de quienes viven en la calle. En el segundo piso tenemos el asesoramiento legal realizado por un abogado; la clínica, la formación contra la adicción al alcohol, la orientación laboral y una escuela de formación. En el tercer piso hay un dormitorio que alberga a 30 personas sin hogar y en el cuarto piso tenemos una pequeña fábrica que emplea a unas 10 personas de la calle. Nuestro proyecto no es solo resolver los problemas inmediatos de quienes viven en la calle: comer, dormir, lavarse... sino, sobre todo, ayudarles con los diferentes servicios a recomenzar una nueva vida y acompañarlos en los primeros pasos de este comienzo. Acompañando a estos amigos en su viaje hacia el crecimiento humano, hemos brindado un curso de terapia artística, uno de terapia deportiva, uno de agroterapia y otro de musicoterapia. De esta última experiencia ha nacido un coro de personas sin hogar que también actúa en eventos públicos.

Colaborando con la parroquia vecina, me encargué también misa de de las 6 del domingo por la mañana. En aquella época me levantaba a las 2:30 de la noche; salía, con mi mochila llena de sándwiches y bolsas de leche e iba a visitar a mis amigos en las calles, ofreciéndoles algo de comer y una oportunidad para charlar. En una de estas salidas nocturnas me encontré con tres adolescentes. Me sorprendió y por primera vez me di cuenta de que incluso en Corea existía el fenómeno de los niños de la calle. Invité a esos jóvenes adolescentes a la cafetería y poco a poco nació una gran amistad. Fue entonces cuando me di cuenta de que no bastaba con ofrecerles comida, sino que era necesario ofrecerles un lugar seguro donde descansar, recibir ayuda y, a través de un camino de acompañamiento, ayudarles a insertarse en una nueva familia o en la sociedad. Nació así en 1998 nuestro primer refugio para niños de la calle. Aumentando el número de niños de la calle abrimos un segundo, luego un tercero y después un cuarto. Ahora nuestro programa para niños de la calle se articula en 3 niveles: “Purumi shelter” es el primer centro de acogida para niños que vienen de la calle. Aquí, con una serie de programas terapéuticos, queremos ayudar al niño a reunirse con el núcleo familiar. Si esto no es posible y desean seguir el camino de estudio tenemos 2 casas diferentes para quienes estudian: una casa para los mayores y otra para los más pequeños. Todos van a la escuela o a un curso profesional para aprender un oficio. Finalmente, para aquellos que no pueden regresar a sus familias y no quieren estudiar, pero quieren entrar en el mundo laboral, tenemos una cuarta casa donde viven estos jóvenes amigos. Nuestro programa para estos chicos está organizado como una net-work: regresar a su familia o estudiar o entrar en el mundo laboral.

En los últimos años hemos tomado conciencia de que en la ciudad todavía hay muchos jóvenes, demasiados, que viven en la calle y a los que no llegan las instituciones. Conscientes de esto hemos comenzado el movimiento “AJIT”. Es un autobús que sale 4 veces a la semana por la noche, de las 18:00h a las 24:00h, para encontrarse con los chicos que viven en la calle y que se niegan a ser institucionalizados.

Al ver toda esta vivacidad y creatividad de cara a los últimos, en 2014 me dieron el Premio “Ho Am Sang” (también conocido como el Premio Nobel coreano) por el servicio a la comunidad. Fue instituido por el gigante industrial Samsung. Lo que me sorprendió entonces fue el hecho de que Samsung, que es una multinacional coreana, arreligiosa y muy poderosa y rica, hubiera otorgado este prestigioso premio a un extranjero, a un sacerdote católico que cuidaba a los pobres exactamente lo contrario de lo que Samsung representa: coreaneidad, laicidad y riqueza. Esto me hizo reflexionar mucho. Los valores evangélicos, que en todos estos años he tratado de vivir y comunicar a esta sociedad, habían sido reconocidos, apreciados y premiados. En otras palabras, me habían dicho: “el amor, la acogida, la solidaridad, la atención a los últimos, el servicio gratuito, el compartir... que tú vives, los reconocemos como nuestros y, premiándolos, los hacemos nuestros con la esperanza de que otros vivan estos valores universales... evangélicos digo yo”.

En 1993 usé por primera vez el delantal y, después de de 28 años, todavía hoy lo uso todos los días de 13:00h a 19:00h en el servicio diario en el comedor como ayudante del cocinero... ni siquiera cocinero... Me doy cuenta de que como sacerdote he administrado pocos sacramentos, pocos bautismos y bodas... pero he lavado muchos platos, he limpiado muchos baños y he servido a mucha gente pobre. En 2015, cuando con un decreto presidencial especial (los coreanos no pueden tener un doble pasaporte) me entregaron un pasaporte coreano, el Ministro del Interior me dijo: “Kim Ha Jong, este es el nombre coreano que he elegido desde el principio, tú honrando tu nombre (“Ha Jong” significa siervo de Dios) nos has enseñado a servir a los pobres y nos has mostrado el hermoso rostro de Dios”. Diciendo esto me entregó mi nuevo pasaporte coreano. Esa ocasión también fue un momento de alegría y satisfacción: las grandes enseñanzas de Jesús habían golpeado y generado admiración en esta sociedad laica y no cristiana.

En 2018, después de un contrato de veinte años, caducaba el contrato de arrendamiento del edificio en el que estábamos. Se trataba de cerrar, aunque de mala gana y con mucho dolor en el alma, esta magnífica experiencia de veinte años de servicio a los últimos. No teníamos un lugar adonde ir, no teníamos el dinero para construir (4 millones de euros) y en ese momento yo personalmente ni siquiera estaba bien de salud. Después de tantos conflictos, lágrimas, miedos en la tarde del 9 de septiembre de 2016, arrodillándome ante el Sacramento recé así: “Señor, tú me conoces, sabes que quiero seguir viviendo junto a los pobres, servirlos y amarlos porque en ellos veo el llagas del Resucitado. Esos hermanos y hermanas que encuentro todos los días en el comedor no son los desheredados sino las ‘llagas gloriosas’ de Jesús Resucitado. Deseo, como lo he hecho en estos largos años, seguir acogiendo, envolviendo, amando y besando estas heridas sangrantes y gloriosas de Tu Hijo en medio de nosotros. Ayúdame. Sabes que no tengo dinero, no estoy bien y ni siquiera tengo la experiencia suficiente para semejante negocio. Solo confío en Ti. En estos largos años siempre me has acompañado, defendido y ayudado. Sigue haciéndolo también ahora. Amén”.

A partir de ese momento se produjeron una serie de milagros. ¿No había terreno? De repente, se eliminó la restricción como zona verde del gran terreno que teníamos en frente de nosotros. En ese espacio, el Ayuntamiento nos ha ofrecido 500 metros para la construcción de la nueva sede (coste total de la obra 4 millones de euros). ¿No teníamos el dinero? Una emisora nacional ha hecho un programa sobre nosotros y en un mes recaudamos 1,5 millones de euros. El obispo de la diócesis, queriendo contribuir a este trabajo, nos ha dado 1 millón de euros. Se inició una reacción en cadena de caridad con la que en menos de 2 años hemos logrado construir la nueva sede (5 pisos para un total de 1.300 metros cuadrados). De esta época recuerdo muchas cosas hermosas. Entre los diversos episodios de solidaridad, quiero recordar, en especial, el de una anciana. Al venir a visitarme me dijo: “Estoy sola, no me casé. He pasado toda mi vida trabajando como empleada doméstica y en restaurantes. Esto me permitió tener una vida digna, pero no pude ahorrar nada. Yo también quería contribuir a la construcción de este Centro, pero no tengo ahorros. Así que he abierto el cajón de mi mesilla de noche, he tomado todos los anillos, collares y pulseras de oro que tenía y las he vendido, después de todo ahora soy vieja y estas joyas ya no me sirven, y he logrado esta suma. Tómala y úsala para los pobres”. Con lágrimas en los ojos, la abracé y acepté aquel sobre.

En este largo camino junto a los pobres he aprendido mucho de ellos.

Me han enseñado que la vida es siempre un don, incluso en la miseria y en la contrariedad. He visto tantos suicidios entre los ricos, pero nunca he visto un suicidio entre los pobres. “La vida es un don precioso”, me han dicho siempre. Además me han enseñado que el sufrimiento no es un castigo de Dios sino una oportunidad para el crecimiento humano y espiritual. Una vez que experimentamos el dolor, ya no somos los mismos: o nos volvemos más buenos, purificados con ello, o nos enfadamos y nos hacemos más daño. Los pobres me han ayudado a descubrir un rostro diferente de Dios, una presencia nueva y más auténtica de Él. Sí, en esta larga vida, 28 años no son pocos, junto a los pobres, con los pobres, he encontrado a Dios. Dios es amor y de esto doy testimonio.

 

Padre Kim Ha Jong Vincenzo