21 DE OCTUBRE DE 2019 Lunes, 29a semana del tiempo ordinario  

Fiesta

 
Rom 4,20-25
Lc 1,69-75
Lc 12,13-21
 

El hilo conductor de las lecturas bíblicas de este día es la gran temática de la vida. Dios confirma a Abrahán (un hombre ahora en el ocaso de su curso terrenal, según la historia del Génesis, sin esperanza de ver realizada la promesa de una descendencia) que el umbral biológico no detendrá su plan divino. Abrahán y Sara, una pareja de «jubilados biológicos» afligidos por el tormento de la infertilidad, conciben a Isaac, nombre que significa, literalmente, sonrisa, alegría de vivir. El mismo ofrecimiento de vida y alegría que se le otorga a Abrahán está asegurado a los creyentes que se adhieren a la fe «contra toda esperanza».

El apóstol Pablo, con la intención de basar la doctrina de la justifica- ción por la fe en argumentos bíblicos, utiliza la narración de la alianza de Dios con Abrahán, en la cual Dios toma la iniciativa y se compromete fielmente. Dios le promete un linaje numeroso como las estrellas del cielo, y Abrahán, a pesar de que su esposa es estéril, cree en la palabra del Señor. Y esto –comenta el autor– es reconocido como justicia. La circuncisión, la alianza, la Ley, todo esto viene después, observa Pablo. En definitiva, la fe en Dios y en su Palabra tiene primacía y nos otorga, gratuitamente, los bienes prometidos, por pura y gratuita benevolencia divina.

La experiencia de Abrahán es importante, ya que emerge claramente de la gratuidad de la iniciativa espontánea de Dios al manifestar su misericor- dia, sin ningún crédito previamente adquirido de aquellos que disfrutan de la gracia divina. De hecho, la narración de los hechos de Abrahán comienza simplemente diciendo: «El Señor dijo a Abrahán: “Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti una gran nación y te bendeciré”» (Gén 12,1-2). No se menciona ninguna buena acción de Abrahán que pueda indicar su mérito precedente. El pueblo de Israel no se perdió las advertencias de los profetas para que aprendiese a aceptar con fe la generosidad universal de Dios, no como una recompensa debida, sino como un regalo, gratuito y libre, de su bondad. Todos debemos reconocer que el bien que acontece en nuestras vidas es total y puramente un don de Dios. Esto nos debe estimular a corresponder con la misma generosidad y amor, realizando nuestras acciones similares a las de Dios. En cuanto a los males, la historia de Abrahán muestra que tienen otras causas: el error humano, la mentira, la avaricia, la guerra o las mismas calamidades naturales. Dios, sin embargo, siempre interviene para transformar estos males en su opuesto y hacer el bien a todas sus amadas criaturas.

El tema central de la página evangélica es idéntico: la vida. El contexto es un conflicto entre hermanos por la división de la herencia: un fenó- meno tan antiguo como el hombre, como lo confirma el hecho de que el primer asesinato es un fratricidio. Para Caín no era suficiente heredar, como primogénito, el oficio de su padre: entró en crisis por el hecho de que Abel había merecido la mirada de Dios. Las antítesis fisiológicas de las dinámicas que se desarrollan entre hermanos se describen con maestría, en toda su crudeza, en la parábola del padre misericordioso (Lc 15,11-32). En todas estas historias, la carcoma que corroe las relaciones fraternales es la codicia, el deseo de tener todo para sí mismo. Aquí Jesús ofrece una indicación fundamental, si no una advertencia, útil para orientar su vida: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes» (Lc 12,15). El apego visceral al dinero es la raíz de todos los males (cf 1Tim 6,10). La necedad reprendida por Jesús en el Evangelio de hoy consiste precisamente en esto: olvidarse de que la vida, en todas sus dimensiones, es un regalo. Una gracia para com- partir, y no solo para lucrarse en beneficio propio. Los frutos de la tierra son una bendición de Dios (cf Dt 28,1-14), pero pueden transformarse en lo opuesto, cuando uno decide apoderarse de ellos y adquirir el control total. La riqueza acumulada compulsivamente ciega al hombre, motivo por lo que es calificado de «estúpido». Él no ve que, más allá de la valla, la muerte se avecina. Sin embargo, las Escrituras advierten al hombre: «El hombre no dura más que un soplo, el hombre pasa como una sombra, por un soplo se afana, atesora sin saber para quién» (Sal 39,6-7). El hombre rico es un insensato porque se mueve olvidando completamente que su vida es un regalo, que se le puede pedir en cualquier momento (cf Sab 15,8). Uno no puede vivir siempre bajo el temor de la muerte, aunque también es igualmente cierto que aquellos que deciden encerrarse en la jaula de su propio egoísmo son como muertos vivientes.

«¿Qué haré?» Esta es una pregunta recurrente en los escritos de Lucas (cf Lc 3,10.12.14; 16,3.4; He 2,37; 16,30). La elección entre la vida y la muerte es la encrucijada frente a la cual se encuentra cada persona. Para Israel, e incluso antes de Adán, el don de la vida (del más alto valor) está estrictamente ligado a la obediencia a Dios. El hombre se autocondena a escapar, al exilio y finalmente a la miseria y la muerte en el momento en que elige los bienes para disfrutar, excluyendo a Dios: «Tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegre- mente» (Lc 12,19). En conjunto, los bienes materiales forman una mesa abundante preparada por Dios para el beneficio de los hombres, comen- zando con la creación. El problema surge cuando el hombre, como el sabio administrador de los regalos, se arroga el derecho de convertirse en patrón exclusivo y excluyente. Vivimos en una época que puede definirse como «ansiolítica»: el problema está en que «la ansiedad no nos quita el dolor del mañana, sino que nos priva de la felicidad de hoy», porque la ansiedad es hija de la incertidumbre. Las preocupaciones de este mundo se enumeran con detalle en el sermón de la montaña (cf Mt 5-7). «Por eso os digo: no estéis agobiados por vuestra vida pensando qué vais a comer, ni por vuestro cuerpo pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? [...] Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia, y todo esto se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le basta su desgracia» (Mt 6,25.33-34). Solo la fe como vida eterna da la medida correcta a cada cosa, a nuestro tiempo, a nuestras relaciones.