14 DE OCTUBRE DE 2019 Lunes, 28a semana del tiempo ordinario

Fiesta o memoria de san Calixto I, papa y mártir

 
Rom 1,1-7
Sal 98,1-4
Lc 11,29-32

La liturgia de la Palabra de hoy se concentra en la potencia del anuncio del Evangelio. La Palabra anunciada está llena de salvación y por esto necesita encontrar oyentes dispuestos a acogerla y escucharla: la escucha es el Evangelio, que retoma el Salmo invitatorio: «Ojalá escuchéis hoy su voz: “No endurezcáis el corazón”» (Sal 95,8).

En la primera lectura, san Pablo se presenta a sí mismo y su apostolado a los creyentes de Roma, comunidad que no ha fundado, pero a la que ama profundamente y a la que pide ayuda para llevar a cabo su proyecto de evangelización de España. Para darse a conocer mejor e instaurar una buena armonía espiritual con esta comunidad a la que todavía no ha visitado personalmente, el apóstol se entretiene hablando de su ministerio y de su llamada. Su servicio a Cristo y su apostolado junto a los paganos fundamentan sus raíces en el misterio extraordinario de la elección en virtud de la cual Jesucristo lo ha escogido para anunciar el Evangelio de Dios. El servicio de Pablo se fundamenta en la palabra de Cristo, se nutre de la palabra de Cristo y comunica la palabra de Cristo. Su vida es cristocéntrica. Al comienzo de esta carta se advierte el dinamismo de la salvación de Dios, que de lo particular se dirige a la universalidad: en Cristo la salvación ya no tiene destinatarios privilegiados, sino que se dirige a todos, también a los lejanos.

El relato evangélico nos habla de los extranjeros y de sus relaciones con Dios. El Maestro es rodeado por las masas que lo asaltan y denuncia un com- portamiento deformante que desprecia la experiencia de la fe: la búsqueda angustiosa de los signos. La generación con la que Jesús tiene que enfren- tarse es una generación «perversa» (Lc 11,29) porque continuamente pide demostraciones exteriores, casi como queriendo meter a Dios y su voluntad salvífica dentro los estrechos parámetros de una relación automática, mági- ca, de causa y efecto, ajustable y domable por el poder humano.

Jesús no quiere dar ningún signo, si no es el signo de Jonás. El libro de Jonás está entre los libros proféticos y los sapienciales y se presenta como un relato didáctico de la existencia de un profeta enviado a predicar fuera de Israel, a Nínive, capital de los asirios, enemigos acérrimos del pueblo de la alianza y paganos: auténticos extranjeros, en todos los sentidos, y alejados por excelencia. La inesperada misión obligó a Jonás a hacer la experiencia del ardiente deseo que Dios tiene de atraer consigo a los lejanos, de anunciar su perdón también a los paganos, de salvarles gracias a la penitencia y la conversión. Rebelde y reacio ante la Palabra divina, Jonás se convierte en el signo del actuar salvífico para los ninivitas.

También el Hijo del hombre es puesto como signo por su generación, el único signo creíble. Ya en la sinagoga de Nazaret (cf Lc 4,25-27), Jesús recuerda que Dios ha enviado a sus profetas Elías y Eliseo para curar no solo a los no hebreos, sino también a los paganos. Ahora él manifiesta que su venida no está dirigida a traer la salvación solamente a Israel, sino a todos. En su Hijo hecho hombre, Dios abre la elección exclusiva de Israel a la universalidad. Jesús, precisamente porque es Dios unido a todos los hombres y mujeres, con el signo elocuente de su humanidad reclama un verdadero cambio de mentalidad, un corazón nuevo dispuesto a la escucha y a la acogida de la lógica divina que quiere que todos se salven. Jesús muestra a su generación, a su mismo pueblo, que la reina de Saba, a pesar de ser pagana, en la sabiduría del rey Salomón reconoce las huellas del amor del Señor, y que los ninivitas, incluso extranjeros y pecadores antiguos, de frente al oráculo de la desgracia pronunciado por el profeta Jonás, aprovecharon la invitación a la conversión.

El pueblo de Dios, por el contrario, se resiste a la visita de su Señor: por esto será juzgado por los lejanos, por aquel «no pueblo» representado por la reina del sur y por los ninivitas. Se describe por tanto el drama de la falta de escucha de Israel, de su rechazo a reconocer el paso de Dios, el tiempo propicio de la salvación, de la visita del Señor (cf Lc 19,44; Rom 9-11). La elección particular de Israel y las promesas de Dios a su pueblo no crean superioridad exclusiva ni privilegios. La lógica de la elección divina consiste en la veracidad histórica de la salvación y en su vicaria representatividad de todos aquellos que, como seres humanos, comparten el mismo origen y el mismo destino creatural.

Siendo Jonás, con su experiencia dentro del vientre de la ballena, una clara referencia a la Pascua de Jesús, la apertura eficaz de la misión a la salvación de todos, esa se encuentra en la Iglesia, en su universalidad y en su sacramentalidad. Gracias a la muerte y resurrección de Jesús, el pueblo elegido y los paganos se convierten en el único pueblo de los redimidos (cf Ef 2,11-19) que en el bautismo es asociado a la Pascua del Señor (cf Rom 6). Su presencia en el mundo como enviados y partícipes de la misión de Jesús es signo visible y eficaz de la salvación actual en el corazón de las personas, sin discriminaciones ni rechazos de parte de Dios. La Iglesia de Jesucristo, sacramento universal de salvación, en permanente estado de misión, es enviada a todos, convoca a todos en Cristo. En la persecución revive la pasión redentora de su Señor, en la acogida experimenta la eficacia de su Pascua y en el crecimiento bautismal de sus hijos la fecundidad generosa de la misericordia y del perdón de su Señor, maestro y esposo, Jesucristo.